Si alguna cosa me llamó más la atención del pleno del sábado en el que se plasmó el relevo previsto en la alcaldía de l’Hospitalet, esa fue el arraigo que ha ido adquiriendo la cultura de la socialdemocracia en el país, en lo referente al cuidado de la organización, que lleva aneja, claro está, la preservación de las personas.
Coño, Candelas, qué cosas dices de un pleno en el que no hubo novedades y en el que todo fue como estaba previsto. Pues eso. Es exactamente eso lo que quiero decir: que todo fue a pedir de boca, que no hubo novedades, que todo se produjo con una exquisitez mayúscula. A diferencia de lo que siempre ha sucedido en esa izquierda revolucionaria que de revolucionaria solo ha tenido la palabrería pero que siempre se ha distinguido por el cainismo que todo lo destruye, la cultura socialdemócrata se ha caracterizado siempre por cuidar las formas, por salvar la organización y por lavar los trapos sucios en casa. El pleno del sábado fue un ejercicio idílico de cultura socialdemócrata donde todos se querían un montón. La alcaldesa que se iba, quería a todo el mundo, el primer teniente de alcalde que le sucedió en la huida, todavía los quería más, y el jovencito alcalde ya no podía querer más porque le faltaba sitio en ese corazoncito de socialista eternamente agradecido a todos los que han hecho de él la primera autoridad de la segunda ciudad de Catalunya por sus enormes méritos.
Hasta yo, que me han hecho de hierro forjado, me enternecí. Esos pucheros de Fran Belver al que se le escapó concienzudamente aquello de “no hagués pogut fer millor tria”, un poquito antes de decir que el nuevo alcalde es mucho más que un compañero: es un amigo. Quien soy yo para dudar de esos sentimientos profundos. Me lo creo, que voy a decir. Igual que me creo los sentimientos de la alcaldesa saliente cuando le dijo al primer teniente de alcalde, también saliente, que se sentía orgullosa de él y al que le daba las gracias por todo y por tanto.
Reflejada con contundencia esta sensación humana de que se querían todos, me iban apretando mientras estaba en la sala, algunas preguntas. Por cierto, esta vez entrar en la sala no fue nada fácil. Tuve que utilizar algunas malas artes para mostrar pasión por el relevo.
Pues eso. No acabé de entender por qué quien tiene las prerrogativas de fijar el Orden del Dia, no lo hizo con un poco más de criterio. Lo normal hubiera sido, en mi triste opinión, que el primer punto del orden del día fuera la dimisión de la alcaldesa como primera autoridad municipal sin renunciar al acta de regidora, de manera que asumiera —como hizo en un momento cortito el tercero de a bordo— la presidencia el primer teniente de alcalde. Que el segundo punto del Orden del Día fuera la elección de nuevo alcalde, con lo que le hubieran podido votar los 13 concejales del grupo socialista y que, tras la elección del nuevo alcalde, hubieran dimitido los dos concejales que se querían ir: Marín y Belver. Es verdad que le hubieran quitado épica al relevo en la alcaldía, con su discursito final y los miles de abrazos posteriores pero, a cambio, para la historia, hubiera quedado claro que los dos dimisionarios votaban al nuevo alcalde. Es decir: lo votaban, no solo lo querían mucho, muchísimo. Así que, querido Quirós querubín (triple Q), la alcaldesa que te dio el relevo, y el teniente de alcalde que tanto te enseñó, prefirieron quererte mucho y que se supiera, que votarte mucho para que mañana nadie se lo pueda echar en cara.
Ya no recuerdo lo que pasó cuando Corbacho le dio el relevo a la señora Marín, pero me temo que también Corbacho la quería mucho y Marín le dijo que había aprendido mucho de él y que también lo quería una barbaridad. Hoy no se pueden ver. De hecho, había de todo en la sala de plenos, excepto exalcaldes de la ciudad. No vi a Pujana y no vi a Corbacho, pero en cambio vi a unos cuantos exconcejales de todos los colores. Para ratificar la impresión solo hay que fijarse en el divertido lapsus que protagonizó el alcalde a los dos minutos de convertirse en el número uno. Le dio unos besos a su mujer y a sus hijos y se olvidó de que junto a su mujer y a sus hijos estaba la que le cedió la vara de mando. Marín, aprende. Y si no que se lo pregunten a Corbacho.
Y otra cosa divertida, cuando la alcaldesa que se iba dijo que las ciudades no son las que se parecen a sus alcaldes sino que son los alcaldes los que se parecen a sus ciudades. Nada que objetar. Esta es una ciudad caótica, que dicen que acoge pero que lo único que hace es soportar, que ha tratado fatal tradicionalmente a sus hijos y a sus soñadores, y que se ha equivocado siempre a la hora de elegir lo que le convenía. Se diría que es una ciudad que va de fracaso en fracaso hasta el colapso definitivo. No me gustaría que me dijeran que me parezco a ella.
Por lo demás, todo fue muy bonito. Los invitados ilustres no venían a escuchar lamentos de cómo está la ciudad. Venían a agradecer a la señora Marín lo bien que se ha portado con el partido y con las autoridades a lo largo de su dilatada carrera —eso de la cultura socialdemócrata—, pero tuvieron que escuchar la hartura de cemento que nos invade, la ausencia de zonas verdes cada vez más acuciante, la enorme desigualdad entre barrios y entre colectivos, la falta de seguridad y los peligros sobre la convivencia y un larguísimo, larguísimo, larguísimo etcétera; y en el vértice opuesto, la apuesta por la política de escaparate que todo lo ha invadido desde que Marín empezó a soñar con ser muchísimo más de lo que en realidad era.
Algo de eso ya lo saben. El alcalde de Cornellá, sabe por ejemplo, que muchas escuelas de l’Hospitalet tienen que pedir la sala de actos de Cornellà porque en la ciudad no hay espacios para este tipo de convocatorias, igual que todos los que mandan fuera de aquí saben que l’Hospitalet no tiene ni un solo teatro municipal céntrico y digno de tal nombre, o que el Ayuntamiento tiene decenas de sedes de servicios municipales repartidas por toda la ciudad, la mayoría en pésimas condiciones porque jamás se propuso tener una instalaciones dignas, operativas y agrupadas, como no fueran los despachos del equipo de gobierno. O, por ejemplo —y solo son ejemplos agarrados al vuelo—, que el Museo de Historia sigue siendo el mismo y ocupando casi los mismos espacios que cuando gobernaban los alcaldes del postfranquismo. Y mientras tanto, el Ayuntamiento cede patrimonio propio a grandes empresas y encima, alardea de algo que tendría que darles vergüenza. Una pena de ciudad, para que vamos a engañarnos.
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