No sé si os habéis dado cuenta de que vivimos en la era de la palabrería. Algunos dicen que sufrimos de sobreinformación pero de lo que sufrimos auténticamente es de palabrería, de mensajes vacíos donde lo que importa es el continente y para nada el contenido. Lo que importa es lo que quiere significar lo que se dice; en absoluto lo que significa. Y normalmente se trata de ensoñaciones, en general con la intención de sorprender o de generar simpatía, cuando no se trata absolutamente de lo contrario, de repetir y de generar odio o rabia.
Por lo general nos engañan cuando nos hablan de información. Lo que nos llega, apenas nos sirve para estar informados. O sea que no tenemos sobreinformación. Lo que tenemos es sobrepropaganda, sobrepalabrería, sobreensoñación. Consideraciones cortas que solo nos sirven para crear un estado de opinión que no hace falta que tenga nada que ver con la realidad, de modo que nos construyen la realidad sobre artificios que no resisten la mirada objetiva y mucho menos la mirada crítica.
Fijémonos en nuestra historia municipal más reciente. Veníamos de 40 años de dictadura que provocó dos realidades contrapuestas: gente que acudía por la oferta de trabajo y un futuro algo más próspero para sus hijos, y gente que tenía propiedades o recursos a los que intentó sacarles el máximo rendimiento sobre la base de la ausencia de derechos y la necesidad de trabajo y de vivienda de los recién llegados. Se hicieron de oro explotando la mano de obra en las fábricas y se siguieron haciendo de oro recuperando la masa salarial en forma de alquileres, hipotecas y servicios. Unos y otros hablaban de progreso porque el trabajo, la vivienda y los servicios son progreso, pero el auténtico progreso estaba en sus bolsillos. También se hicieron de oro gracias a la ausencia de derechos y libertades que avalaban unos ayuntamientos que no elegía nadie, pero que construían las ciudades para enriquecer a los especuladores con la necesidad de los que estaban llegando.
Toda Barcelona y media área metropolitana se hizo a este ritmo y con estas consecuencias. Hasta que llegó la democracia y entonces, los que se creían el mensaje de las urnas, intentaron poner a los suyos con el incierto, pero esperanzado deseo, de recomponer todo lo destruido, construyendo esas ciudades crecidas a base de mano de obra obrera, para ponerlas al servicio de la ciudadanía y no de quienes habían especulado a mansalva.
Como el mensaje de la construcción y no la destrucción de las ciudades, y el mensaje de la calidad de vida y el progreso era el mensaje de quienes habían luchado contra la dictadura y sus secuaces, y aquello era lo que se reconocía como la izquierda, a partir del triunfo de la democracia, la izquierda tuvo el encargo implícito de arreglar lo que se había destruido. Eso quería decir: parar la especulación urbanística, ofrecer servicios de calidad, reconvertir lo que se había convertido en almacenes de obreros —ciudades dormitorio— de manera que se parecieran a los modelos urbanos reconocidos: con centros de las ciudades definidos y con servicios comerciales, educativos, sanitarios y asistenciales, con zonas verdes y espacios amplios, con equipamientos culturales céntricos y reconocibles, capaces de conservar y enaltecer su patrimonio, capaces de recuperar todo aquello que formaba parte de la historia para integrarlo a la comunidad, etc, etc.
Solo hay que mirar la realidad para observar que la izquierda que debía encargarse de rehacer, ha hecho exactamente lo mismo que habían hecho —y que habrían seguido haciendo— los que destruyeron. Podemos seguir llamándole izquierda, pero esa palabra se ha convertido en un continente sin contenido, en pura palabrería, porque la izquierda jamás fue eso. Porque la izquierda jamás gobernó en esta ciudad, aunque la hayamos llamado como hayamos querido. Gente al servicio de la especulación y de la palabrería, llevan gobernando l’Hospitalet —y muchas ciudades del entorno, con minúsculas excepciones— desde 1939 sin límite de continuidad.
Es duro, pero esa es la realidad, y no hace falta más que salir a la calle y mirar lo que nos rodea. El horizonte inmediato no ayuda al optimismo. La palabrería sigue invadiendo los espacios. Los partidos políticos han dejado de ser instrumentos de cambio para convertirse en benefactores del voto ciudadano. La democracia tampoco es lo que tenemos, porque la democracia es participación y no únicamente delegación de voto. La realidad de lo que ocurre en l’Hospitalet lo discuten 5 o 6, asesoradas por el aparato partidario en el que deben opinar otros tantos. Los partidos, a nivel local, apenas llenarían de militantes un solo autocar y esos apenas cuentan tampoco. Hacia afuera lo que cuenta es la palabrería, mientras que hacia adentro lo importante es sujetar el poder, recibir órdenes y cobrar un buen salario a final de mes. Poca cosa más.
Ahora, a alguien se le ha ocurrido poner en funcionamiento un mecanismo insólito por el cual el alcalde podría irse a su casa con lo puesto y pedirle al aparato un carguillo para no perder poder adquisitivo. Pero ese mecanismo insólito tiene el grave inconveniente de que han de ponerse de acuerdo, en esta ciudad, las derechas y las izquierdas. O sea, los que tienen sobre sus cabezas un paraguas con unas siglas y los que se dicen a sí mismos de izquierdas, pero ya se ha visto. No cuenta para nada la democracia. Van a decidir ellos y quizás, en algunos casos, consulten a los del autocar, por eso de que las izquierdas y las derechas dan juego a los suyos.
Si los que se dicen de izquierdas y los que se dicen de derechas fueran democráticos, lo que de verdad harían sería organizar un referendo popular de urgencia, para ir orientados de lo que quiere la ciudadanía. Igual se llevarían sorpresas, porque la gente lo quiere es menos palabrería y más acción, menos continente y mucho más contenido. Menos izquierda y derecha y más construir una ciudad para todos, bien distinta a esa que han destruido tanto los que se han llamado de izquierdas como los que eren identificados como de derechas.
Más palabra a la gente y participación activa y menos consignas, pureza ideológica y sectarismo irracional.