Lo que explica la debacle

Desde que se produjeron los resultados del domingo 28 de mayo hay mucha gente, de la que se interesa por conocer el fondo y el trasfondo de las cosas, que se está preguntando qué ha pasado. Desde la izquierda, casi todo el mundo reconoce que en una coyuntura mucho más difícil que en otras legislaturas, un inédito gobierno de coalición que podría haberse convertido en imposible a las primeras de cambio, conociendo el encono y la intransigencia de muchos de esos políticos, supo no solo resistir, sino aplicar políticas de alcance que han dado resultados incluso espectaculares en algunos puntos. Es cierto también que otras medidas y otros acuerdos no han sido del gusto de toda la sociedad, ni siquiera de una parte de esa misma izquierda, y otros proyectos que estaban previstos, o no se han enfrentado o han ido quedando relegados por la controversia.

Lo ocurrido, sin embargo, ha sido una enorme sorpresa para todos. La debacle en la izquierda institucional ha sido mayúscula e incluso ahora que la emoción del primer momento se está sedimentando, se acepta que el varapalo institucional ha sido tan inmerecido que incluso la derecha tiene que preguntarse también, qué es lo que ha ocurrido en realidad para que saliera tan sorprendentemente triunfadora en estas elecciones.

Muy probablemente lo que ha ocurrido obedezca a muchas causas, como vienen poniendo de relieve los analistas. Desde los que defienden un cambio de ciclo hasta los que explican el varapalo por las tendencias suicidas de la izquierda transformadora a la izquierda del PSOE. Porque, lo que ha ocurrido por su magnitud, ha sido sorprendente y en eso todo el mundo coincide, incluso los que daban por hecho que la derecha iba a vencer sin matices.

Lo del cambio de ciclo es muy manido y a la vez poco elaborado porque para que la gente quiera cambiar de orientación hace falta que el ciclo en el que se está muestre su agotamiento y el otro, abra todo tipo de esperanzas, especialmente en cuanto a mejorar la vida cotidiana. Y no parece que el mensaje de la derecha haya ido por ahí. El elector no ha votado derecha porque confíe que la derecha le beneficie social o económicamente más que el gobierno de ahora, sino porque ha dejado de confiar en que este gobierno acierte en unos cuantos ámbitos. Y de esos ámbitos hay unos cuantos en el imaginario estructural y otros cuantos en la cotidianeidad.

Si nos fijamos concretamente en los datos tenemos que la participación ha menguado en estas elecciones en relación con las anteriores pese a que este tipo de elecciones siempre suele ser de las menos concurridas. Y si paramos atención a los niveles de renta observamos que, salvo excepciones, se ha votado más en los municipios ricos que en los pobres y, en los municipios ricos se ha votado más a la izquierda que en los pobres. Aunque no se puede hacer un diagnóstico absoluto, en los lugares de mayor renta suele haber un nivel de información más amplio, plural y crítico que en los lugares de menos renta. Más consumo de prensa (de papel y digital) y menos consumo de televisión y redes como espacio informativo prioritario. En última instancia, lo que eso conlleva no es un mayor o menor nivel informativo en la sociedad, que también, sino, especialmente, una mayor capacidad de análisis de la realidad o una mayor influencia de las emociones.

Si a una mayor influencia emocional junto a un incremento de los mensajes dirigidos al sentimiento y no a la razón, le unes una situación de menos renta, más precariedad y peores condiciones de vida y de salud medioambiental, tienes la bomba perfecta. No es imprescindible que los tres cables explosivos tengan las mismas dimensiones. En unos casos afectarán más unos que otros, pero la combinación es un explosivo en potencia.

Si profundizamos un poco más veremos que una parte enorme del mensaje de la derecha se ha centrado en un aspecto que, para grandes capas de la población del país, toca la médula espinal de su sentimiento comunitario: la esencia de país, esto es, su unidad territorial. No olvidemos que Franco que, aparte de ser un criminal era un representante bastardo de la parte más intolerante del capital, afirmó en varias ocasiones que prefería una España roja que rota. El sentimiento de unidad ha calado tan hondamente en el inconsciente nacional que, ante el sentimiento nacional de quienes se quieren ir, se enfrenta desde las entrañas el sentimiento nacional de quienes se lo quieren impedir. Toda la ilegitimidad que la derecha blande desde el instante mismo del gobierno de coalición se fundamenta en el apoyo del independentismo catalán y vasco. De nada sirve que la amenaza sea un puro instrumento de propaganda. Cala en la consciencia social y cala todavía mucho más cuando las frivolidades de los nacionalistas periféricos dan munición gratuita a la derecha, como lo realizado con Bildu con sus listas cargadas de nombres controvertidos para quienes no son independentistas vascos.

Es decir, una de las causas principales de la hecatombe de la izquierda tiene que ver con una cuestión irresuelta, que el país no acaba de asumir y que su clase política (la izquierda especialmente porque para la derecha la Constitución es sagrada) no quiere afrontar: el encaje de los territorios periféricos, de una vez por todas en la estructura del Estado. La imprescindible reforma de la Constitución, siempre aplazada en la cuestión federal, se convierte así, en un instrumento de detonación permanente en manos de la derecha más recalcitrante.

Junto a las esencias nacionalistas que han sido perfectamente explotadas por las derechas, afirmando por ejemplo que el PSOE estaba de facto destruyendo España con sus políticas de concesiones al independentismo catalán y vasco, se afirma un contencioso que se ha hecho crónico en la batalla política, como es la polarización. Polarización no en el debate de ideas contrapuestas sino en la intransigencia de posiciones: el que gobierna, todo lo hace absolutamente mal y la alternativa, todo lo imagina absolutamente bien. Los absolutos no existen —solo existen los grises—, pero para las derechas del país la simplificación es la norma obligada porque sus mensajes son siempre emocionales y las emociones apenas rozan la razón. No es un defecto. Muy al contrario, es el mecanismo para convencer a quienes no analizan, no reflexionan, no adoptan posiciones críticas, sino que se mueven por tópicos, por sentencias y por simplismos: una porción social en crecimiento en las sociedades occidentales avanzadas. Y más peligrosa, cuanto más se instala en esa parte de la sociedad de rentas bajas, hábitats sin calidad de vida y cultura informativa de redes.

A estas dos explicaciones de la debacle habría que añadir una tercera. Las dos primeras tampoco parece que afecten exactamente igual a todas las capas sociales. Mientras que la polarización, la simplificación y los contenidos emocionales van más dirigidos y afectan sobremanera a las capas de población menos cultivadas, las dinámicas de temor a la España rota tienen un componente mucho más transversal. Nacionalistas españoles —así como de otras naciones peninsulares— los hay en todas las capas sociales, de modo que el lenguaje de las derechas en lo que se refiere a esa fibra sensible, complementa muy bien la diatriba emocional, simplista y dicotómica entre lo pésimo y lo óptimo.

Hay una tercera explicación que tendría que ver con la falta de reacción de aquellas capas sociales más sensibles al igualitarismo y que por ello mismo no comulgan con las propuestas más conservadoras, que tampoco en esta ocasión se habrían movilizado lo suficiente. Parece claro que el descenso en la participación electoral habría afectado más a este sector que al tradicional de las derechas clásicas o radicales. Sería ese sector a la izquierda del PSOE que en momentos puntuales da un salto espectacular, el que habría reaccionado indolentemente. Tendría una visión generalmente positiva de las medidas gubernamentales del último periodo, pero habría reaccionado muy críticamente ante dos fenómenos: el primero, las desavenencias entre las cúpulas partidistas de las izquierdas minoritarias; el segundo, la ausencia de un movimiento unificador con perspectivas de éxito. Esta tercera explicación es la que se ajusta más a la idea de desilusión, o incluso mejor, de falta de ilusión movilizadora. Y esta tercera explicación es la que se entendería mejor en el tipo de convocatoria en la que se ha registrado: municipales y autonómicas, puesto que es en las elecciones municipales y autonómicas donde se manifiestan mejor las alternativas ilusionantes o su ausencia.

Y por último, hay otras dos razones que también tienen su clientela. Estas últimas señalan directamente al mecanismo diseñado desde la Transición para garantizar una alternancia política sin fisuras que consolidara una democracia capitalista estable, es decir, la ilusión del bipartidismo y, en correlación con ella, la que culpa a Pedro Sánchez de liderazgo tóxico por su atrevimiento resistencial con el aparato socialista y su pragmatismo ecléctico que le ha llevado a gobernar con Podemos en lugar de posibilitar lo que para muchos dirigentes tradicionales del PSOE resulta a estas alturas inevitable: un acuerdo —de coalición o sin ella— con el PP, esa gran coalición que algunos barajan como la última frontera de la Transición del franquismo a la democracia.

Todo este ingente cúmulo de elementos justificarían la decepción. Unos afectan a un electorado, otros a otro, pero todos juntos explican la baja participación y la pérdida de apoyo desde el PSOE hasta la extrema izquierda. La polarización radical, el acierto de las proclamas emocionales, las mentiras y simplificaciones, afectan a pobres y ajenos a la reflexión política. La desilusión desmovilizadora, a la ausencia de unidad en la ultraizquierda y al clima de desasosiego de las medidas gubernamentales. La silenciosa batalla interior del PSOE con el liderazgo tóxico y la aceptación del gobierno de coalición con Podemos, a los socialistas de toda la vida. El peligro de romper España a la derecha recalcitrante, que se ha sentido especialmente motivada a participar. Todo afecta al cambio de ciclo, pero sin que el nuevo ciclo alumbre lo que va a poner en práctica. Es como si todo el mundo estuviera de acuerdo en que lo conocido es malo y en que lo por conocer… va a ser una incógnita, pero lo conocido es malo y es mejor quedarse en casa que repetir.

Es un argumento que no se sostiene. Por eso se ha producido la sorpresa. Porque ni siquiera los que no han ido a votar se esperaban la hecatombe y, como hemos dicho, tampoco quienes han ganado saben muy bien por qué. Como eso de ganar siempre da alas, ahora insisten en que van a barrer, pero como el argumento no se sostiene puede volver a pasar lo mismo… o exactamente lo contrario. Es cierto que no se ha generado la ilusión requerida en la unidad de la izquierda —incluso Sumar puede que ya llegue tarde—; es cierto que al PSOE para gobernar, solo le queda el recurso de una coalición a su izquierda (o a su derecha); es cierto que Sánchez es una fuente inagotable de decepción entre los socialistas de siempre; es cierto que no se va a cambiar a corto plazo la percepción de la realidad de los sectores más proclives a la emoción, a la mentira y al simplismo; es cierto que el independentismo es irredento y que ellos van a lo suyo, votan a los suyos y los suyos necesariamente también cuentan en la geometría parlamentaria…

Pero también es cierto que una gran parte de las medidas gubernamentales han sido exitosas y han mejorado la vida de los más desfavorecidos y de las minorías; es cierto que España ha adquirido peso en Europa y que el presidente del gobierno es incomparablemente más atractivo en la escena internacional que Rajoy o que cualquiera de los presidentes anteriores; es cierto que se ha rebajado la tensión en Cataluña de un modo sorprendente por la rapidez como se ha producido y por el acierto en medidas que requerían atrevimiento y visión a largo plazo —no habría que olvidar que se convirtió en un polvorín bajo el gobierno del PP y que el conflicto no está muerto sino a la espera del radicalismo que impondría un gobierno PP-Vox—; es cierto que las contradicciones, la demagogia, el simplismo y el culto a la polarización que imprime la derecha es un artefacto de doble carga explosiva: va bien para ganar elecciones pero va muy mal para favorecer la democracia a medio plazo que se resiente de la falta de credibilidad y coherencia de la clase política…

El escenario está muy abierto. Quizás demasiado, porque es muy fácil observar desde todos los ángulos lo que se puede estar cociendo entre bambalinas. Hasta el momento, hay unos que han actuado y otros que se han limitado a patear duramente desde el patio de butacas. Hay unos que han votado masivamente y otros que, por muchas de las razones expuestas, o han cambiado de voto o, mayoritariamente, se han quedado en casa. Pero como no sabemos lo que ofrece la alternativa y como no está claro que el gobierno haya dado muestras de agotamiento, el cambio de ciclo no es algo manido. No se vive el mismo clima de agotamiento del final del felipismo o del final de Zapatero, donde ya no se vislumbraban medidas creativas y los líderes tenían cara de cansancio. Lo de Pedro Sánchez es otra cosa. Es un envite a cara o cruz. Nos ha gritado al oído: si queréis el gobierno más decimonónico de los últimos 50 años quedaros en casa. Si queréis que, cómo hasta ahora, nos arrastremos a gatas para seguir avanzando penosamente, dejar a la derecha que se vaya consumiendo lentamente en su desesperación y ponernos a trabajar de nuevo. Juntos podremos vigilarlos para que hagan el daño justo.

Junio 2023