CARLOS GALVE (peixater i activista)
La Navidad debe ser una de las fiestas que más nostalgia deben generar en el recuerdo. La edad es determinante y el contexto social aún más.
Aquella España ha cambiado más para lo bueno que para lo contrario. Solo el tiempo no juega a favor, pero es cuestión de aceptar y aprender que eso es la vida.
Aunque nací en Poble Sec mi infancia vital la pasé en una portería del eixample de Barcelona.
La evocación de mi casa en Navidad no solo me produce recuerdos y ternura, me produce sobre todo sensación de luz. Mi abuelo era generosidad en estado puro, era tan pobre como digno, tan tozudo como clarividente. En casa siempre había comida caliente para quien llegara. Aquel edificio de 28 vecinos fue mi República, yo estaba y participaba en la cabina o la torre de control de las 28 realidades.
Les repartía su correspondencia y ayudaba a bajar las basuras desde sus pisos a la calle. Hice una licenciatura por inmersión en Ciencias Políticas que me ayudó a ser, entender y distinguir entre el rico y el pobre, y entre lo que aprendí de los míos y lo que yo decidí, pronto diferencié entre lo que está bien y lo que está mal.
En aquellos tiempos de sotanas y braguetas de mil botones, en que la Iglesia jugaba un papel preponderante, la Navidad, excepto el Belén y algún villancico que otro, era fiesta, era familia, era comida y por ello muy laica. No íbamos a misa del gallo ni tampoco había regalos. Por supuesto que no conocía ni los abetos ni mucho menos el Caga Tió. Eso apareció ya crecido y con hijos.
Pasaba un poco como la Semana Santa andaluza. Es tradición, cante y mucho cachondeo, pero poca misa.
Lo esencial era matar el gallo, la preparación de la comida por parte de mi tía María para que al día siguiente nos la zampáramos en un visto y no visto. Beber y cantar toda la tarde. Recuerdo mi primera mona infantil en Navidad: ahora sería motivo de responsabilidad civil por parte de mis padres.
Siempre, en los recuerdos, te invaden imágenes que son difíciles de explicar porque las tienes grabadas en tu retina. Una de ellas es curiosa.
La luz Azul indirecta que mi abuelo Jaume instalaba dentro de la cueva del nacimiento del Pesebre, me estremecía, y aún hoy lo vínculo a un sentido místico casi celestial. La molsa verde fresca, los caminos con arena, y los trozos fantásticos de corcho haciendo de montañas, eran un juego y una tradición fantástica. Las figuras de barro, algunas mutiladas, tenían vida propia. Aquel rincón con mi hermano Jorge, lo recuerdo como un espacio de introversión inolvidable.
Aunque ya los he citado, los gallos llegaban vivos en una cesta de mimbre desde Oliete (por un transportista exprés), el pueblo de mis antepasados paternos, aragoneses del Teruel también existe.
Mi tía María era la encargada de matar y desplumar, yo era el ayudante que debía sujetar sus patas para que no se escaparan.
El desmontar camas y muebles para colocar la mesa en la habitación de mayor tamaño… Pedíamos sillas a los vecinos. Éramos como una multitud. Siempre recuerdo que los niños para salir o entrar teníamos que hacerlo por debajo de la mesa. Toda la tarde era un constante entrar y salir de amigos y familia que venían a felicitar al abuelo Benito. Las jotas aragonesas y la guitarra del abuelo y mis tíos, no paraban en toda la tarde.
La comida familiar del 25, comiendo juntos todos y todas, seguimos manteniéndola exactamente igual como la heredé de mi abuelo y de mi padre: bebiendo y cantando durante toda la tarde.
Siempre el 25. Mi familia, tanto la aragonesa como la catalana, lo celebramos ese día que me ha resultado siempre muy especial. Estar toda la familia junta ese día, tampoco se mucho por qué pero me sigue emocionando.
El tiempo, la sociedad, el consumo configuran otro tipo de Navidades.
No pienso resignarme, mientras pueda, a que sea encuentro, fiesta, amistad y motivo para celebrar la vida.